Uno de los valores consustanciales a la democracia es la libertad de información. De hecho, los países que sufren mayor índice de censura y falta de libertad de prensa son aquellos que cuentan con regímenes políticos dictatoriales.
Siria, Corea del Norte, Eritrea…están a la cola de la Clasificación Mundial de la Libertad de Prensa en 2014, según el informe que elabora Reporteros sin Fronteras, mientras que Finlandia, Países Bajos, Noruega y Luxemburgo encabezan la lista formada por 180 países. España ocupa en este ranking el número 35, por delante de Francia o Estados Unidos.
Más allá del dato concreto, la libertad de información está inexorablemente unida al derecho de la ciudadanía a comunicar o recibir libremente información veraz por cualquier medio de difusión, como reconoce la Constitución española en su artículo 20.
Estos derechos no pueden restringirse mediante ningún tipo de censura previa, no obstante, existen límites a los mismos como el derecho al honor, a la intimidad, a la propia imagen o a la protección de los menores.
Para conservar este equilibrio de derechos, es necesario contar con unos medios de comunicación comprometidos y responsables que informen con veracidad y rigor, con precisión, independencia, equidad e imparcialidad.
Es más, el compromiso de los medios con la sociedad no puede acabar aquí, también es importante que se conviertan en plataformas plurales de opinión, en agentes que estimulen el debate, la participación y la reflexión sobre los asuntos que más preocupan a la comunidad en la que se asientan.
Todos estos son objetivos que se marca, o se debería marcar, cualquier medio de comunicación. Y no es un capricho: un mal funcionamiento de la esfera mediática repercute negativamente en los derechos de la ciudadanía.
Es por eso que, los medios de comunicación constituyen un elemento clave a la hora de medir la salud democrática de una comunidad. Podemos afirmar que si nuestros medios estornudan, nuestra democracia se resfría.
Sin un periodismo de calidad, toda democracia se ve resentida. Necesitamos buenos profesionales que conozcan su oficio y se desenvuelvan en un entorno laboral que favorezca las buenas prácticas y los comportamientos responsables. En definitiva, unos medios que practiquen un periodismo ético
Hasta aquí podemos estar de acuerdo, la situación que les he planteado es el ideal de cualquier sociedad que aspire a alcanzar una democracia plena con relación a sus medios. Sin embargo, hoy en día son muchos los discursos mediáticos que, ya sea por intereses económicos, políticos o de otra índole, sortean la anhelada ética periodística.
Oímos voces denunciando el partidismo en la presentación informativa de la realidad social, asistimos a la manipulación, a la falta de neutralidad y a otras prácticas que no hacen más que devaluar la calidad democrática de nuestros medios, y en consecuencia de nuestra sociedad.
Nos encontramos con usos nocivos que pervierten o sencillamente anulan el ejercicio del pluralismo político en algunos de nuestros medios sin que la ley ofrezca los instrumentos necesarios para combatirlas y erradicarlas de una vez por todas.
No podemos quedar impasibles ante situaciones extremas, como las que se dan en ciertas televisiones locales públicas andaluzas en las que la oposición apenas protagoniza el 1,7 % del tiempo total de las intervenciones en la información política. Se trata de vulneraciones que, más allá de la dinámica de partidos, nos afectan a todos como miembros de una sociedad democrática.
También asistimos a manipulaciones informativas que ofrecen versiones parciales de los conflictos, además, acompañadas de expresiones valorativas que con demasiada frecuencia confunden la información con la opinión. Lamentablemente, estos casos de manipulación y falta de neutralidad son complejos de determinar y de medir dado su carácter cualitativo.
De hecho, el único referente jurídico existente en toda Europa sobre manipulación informativa es la sentencia de la Audiencia Nacional que el 23 de julio de 2003 condenó a RTVE por vulneración de derechos fundamentales, al considerar que se había manipulado la información de la huelga general del 20 de junio de 2002. La sentencia obligó a RTVE a rectificar públicamente.
Esta sentencia está fundamentada en un informe del grupo de investigación AIDEKA, que documenta diversos tipos de manipulación ante los que debemos permanecer en guardia. Se puede atentar contra la objetividad informativa mediante la ocultación de datos o desviar la atención creando polémicas artificiales, incluso se puede dar una noticia falsa a sabiendas y de forma interesada. Se puede intoxicar mediante la difusión una y otra vez de una idea fuerza sin pruebas concluyentes o sin contrastar la información, o sencillamente se puede manipular realizando un reparto de tiempos sesgado a favor de una de las partes.
La descripción de estos supuestos de manipulación informativa no nos aleja demasiado de la sensación que a veces tenemos al ver y escuchar determinadas noticias en determinados medios de comunicación.
Un dato llamativo del último Barómetro Audiovisual de Andalucía 2013 que elabora el Consejo: ocho de cada diez personas encuestadas creen que las noticias sobre corrupción están controladas por el poder político, lo que habla del gran escepticismo de la audiencia con respecto a los niveles de ética que imperan en el sector periodístico.
La ciudadanía percibe una fuerte conexión entre emisoras públicas y estructuras políticas de gobierno que provoca una interesada potenciación de determinados aspectos o la arbitraria marginación de otros. Son prácticas que suscitan rechazo y nos empujan a reflexionar sobre cómo sanear los procesos que generan la información política en los medios de todos.
La solución, desde luego, no ha de venir de la mano de los numerosos programas de opinión que en algunas televisiones han sustituido literalmente a los informativos. Son debates donde, a menudo, se hace un grosero proselitismo de las líneas editoriales del operador y proliferan porque resultan más baratos de producir que un informativo riguroso y plural.
Estamos ante un escenario mediático algo desalentador, en un país donde el consumo de la radio y la televisión, lejos de disminuir, vive un momento de esplendor. Baste decir que nos movemos en los niveles de consumo de televisión más elevados de toda nuestra historia.
Cada español pasó ante la pantalla más de 4 horas diarias durante 2013 –según los datos de Kantar Media- y Andalucía es la comunidad que más televisión consume, con 260 minutos de media por persona y día.
No debemos olvidar que la pequeña pantalla ofrece un ocio barato, por lo que no es de extrañar que la crisis, el incremento de la oferta que trajo la implantación de la TDT, así como el empuje de las redes sociales hayan contribuido a fomentar el consumo del producto audiovisual.
A pesar de la convivencia con otros medios y del proceso de transformación tecnológica en el que se ve inmersa, la televisión sigue gozando de un notable vigor y de una gran influencia.
Preferimos la televisión para entretenernos y para informarnos, y aunque Internet sigue creciendo, todavía se encuentra a una distancia considerable que no hace peligrar de momento la hegemonía televisiva.
El poder de la televisión sigue intacto, para lo bueno y para lo no tan bueno, por lo que debemos ser muy conscientes de que todo gran poder conlleva una gran responsabilidad.
Citaré un ejemplo reciente que, en mi opinión, ilustra perfectamente la influencia de la televisión en la opinión pública. Además, en este controvertido caso, encontramos también la presencia de las nuevas tecnologías a través de las redes sociales.
Me refiero al programa de Salvados titulado Operación Palace. Al final de su emisión, el propio Jordi Évole explicaba que el documental era falso y que su intención era que el espectador "reflexionara sobre cómo filtrar la información que recibimos", que meditara sobre las veces que nos mienten a través de los medios.
El programa consiguió una audiencia récord y encendió las redes con toda clase de reacciones: desde el aplauso a las descalificaciones más furibundas.
La Asociación de Usuarios de la Comunicación (AUC), sin ir más lejos, denunció que este especial sobre el 23-F incumplía principios deontológicos de la profesión periodística. La encargada de dictaminar será la Comisión de Arbitraje de la Federación de Asociaciones de la Prensa Española, que, curiosamente, está presidida por Manuel Núñez Encabo, el diputado que acababa de votar cuando Tejero entró en la Sala de Plenos del Congreso aquel 23 de febrero de 1981.
Cabría preguntarse si el alboroto que se formó con este programa no era más una consecuencia de la vergüenza general de haber sido burlados que de la indignación por una supuesta manipulación periodística.
En cualquier caso, el objetivo se cumplió: el programa no dejó indiferente a nadie y el debate fue intenso y generalizado. Desde mi punto de vista, su emisión supuso un hito en la historia de la televisión de nuestro país, aunque, si hacemos memoria, comprobamos que ha habido fuera de nuestras fronteras otros destacados falsos documentales.
Orson Welles y Stanley Kubrick constituyen dos ilustres precedentes. El primero provocó el pánico en 1938 con La Guerra de los Mundos y, el segundo, indagó con Operación Luna en las supuestas incongruencias de las imágenes que conocemos de la llegada del hombre a nuestro satélite.
Como decía, Operación Palace provocó multitud de reacciones, no recuerdo un rotativo que no reflejará la polémica suscitada. Este hecho es una clara llamada de atención sobre la vulnerabilidad de la sociedad ante los medios de comunicación y su capacidad para manipular.
En este punto, me gustaría que nos hiciéramos algunas preguntas. ¿No es más ineficiente y menos competitiva una sociedad maleducada o inculta? ¿Acaso nos sale gratis vivir en una sociedad que no termina de eliminar los valores machistas porque sus medios los refuerzan?¿Acaso no tiene valor que el ejercicio del poder esté equilibrado y no sea un privilegio de ciertos grupos financieros o empresariales?
Las respuestas son obvias, la realidad no lo es tanto. La difícil situación que atraviesa la comunicación podría achacarse a la grave crisis económica que venimos padeciendo. Puede parecer normal que estemos obligados a tomar medidas excepcionales, pero la crisis no puede servir de excusa para dejar en el camino elementos esenciales para la convivencia pacífica o para que nuestra democracia funcione con normalidad.
Es legítimo que radios y televisiones privadas se rijan por el interés comercial, que no cubran las necesidades de divulgación cultural, información y formación con el mismo celo que las públicas, que sí tienen en su ADN priorizar el interés general y un mandato muy claro: garantizar el correcto ejercicio del derecho a la información.
De hecho, la Unión Europea aboga por un servicio público pensado ya para la sociedad del conocimiento, para la sociedad digital y exige un equilibrio entre medios privados y públicos, una financiación suficiente de éstos, su autonomía editorial respecto de los gobiernos y su control por autoridades independientes.
Si llevamos el análisis del servicio público al territorio español, es obligado citar la reforma de 2006 en Radiotelevisión Española, que trajo consigo una autonomía editorial como no se había visto desde la Transición.
El presidente de la Corporación tenía que ser elegido por una mayoría reforzada de dos tercios del Parlamento, procedimiento que se extendía al Consejo de Administración.
Esa independencia del Gobierno, además, se reforzaba con la creación del Consejo de Informativos, que blindaba a los periodistas del poder político y los lobbies privados.
También se inició la apertura a la sociedad civil, con la presencia de los sindicatos mayoritarios en el Consejo de Administración y, muy especialmente, con la regulación del derecho de acceso recogido en la Constitución. Ese cambio cualitativo fue premiado por la audiencia y RTVE ostentó durante 5 años un liderazgo incuestionable con sus informativos.
Por otro lado, en el reparto de las frecuencias de la televisión digital terrestre, las actuaciones no fueron tan positivas. Se recurrió a una fórmula que no ha respondido a las expectativas generadas en lo referido al interés y diversidad de los contenidos.
Hemos podido comprobar que, en televisión, cantidad y calidad no siempre son sinónimos. Además, se auspició un doble proceso de concentración (entre Telecinco y Cuatro; entre Antena 3 y La Sexta) que sacrificó el objetivo original de incrementar la pluralidad en el panorama de las televisiones privadas.
Tras estos claroscuros, nuestro país se ha visto inmerso en una especie de contrarreforma audiovisual que, en términos democráticos, nos devuelve al Estatuto de Radiotelevisión de 1980.
Primero, se recortó sustancialmente el presupuesto de RTVE. Luego, en 2012, se modificó la Ley General de la Comunicación Audiovisual, que apenas había tenido tiempo de comenzar a funcionar.
Cambios que permiten de nuevo al Gobierno nombrar por mayoría, sin necesidad de consenso, al Presidente y al Consejo de Administración de RTVE, y que conllevan una profunda degradación de este último y de sus funciones de control.
Habría que mencionar también la renuncia a crear el Consejo Audiovisual de ámbito español, un órgano independiente semejante a los que funcionan, no sólo en todas las democracias europeas y en Estados Unidos, donde desde 1934 trabaja la Comisión Federal de Comunicaciones (FCC), sino incluso en países en vías de desarrollo que aspiran a mejorar en este terreno, como en el caso de Mauritania, por citar un ejemplo.
La apuesta por dotarse de autoridades reguladoras con la suficiente autonomía del poder ejecutivo y con competencias, es un síntoma inequívoco de la voluntad de contar con un sector mediático sano, estable y eficiente en la prestación de sus servicios.
Los detractores de estos órganos acuden con ligereza a la palabra censura para denostar sus actuaciones, obviando de forma premeditada, o bien por simple ignorancia, que un consejo audiovisual sólo actúa ante contenidos ya emitidos y que, además, sólo puede hacerlo cuando se trata de emisiones contrarias a la ley.
En nuestro país, hemos preferido no hacer esa apuesta por la calidad democrática y se ha optado por la fórmula de la actual Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia, un cajón de sastre cuya independencia -sus miembros son nombrados por el Gobierno- ha sido puesta en entredicho por diferentes estamentos oficiales, tanto españoles como europeos.
Además, el Gobierno central ha aprovechado para retomar competencias importantes sobre el audiovisual. Como, por ejemplo, la imposición de las sanciones muy graves que implican la pérdida de licencias de las cadenas privadas.
No parece muy aventurado concluir que esa recentralización de competencias por parte del Ejecutivo español no ha favorecido precisamente una regulación independiente, democrática y plural.
Como colofón, el concurso con el que se procedió en su momento al reparto de licencias fue cuestionado por la justicia europea y una sentencia del Tribunal Supremo anuló dicha concesión.
El resultado ya lo conocen, el 6 de mayo se materializó el apagón de 9 canales de la TDT, con el consecuente descontento de los operadores privados, que sienten que se han dañado sus intereses.
En cuanto a los canales públicos regionales, estos se han visto afectados por varias crisis simultáneas:
- La crisis publicitaria: con una caída de los ingresos superior al 40%,
- la crisis financiera: derivada de la asfixia que experimentan las cuentas públicas;
- la crisis de audiencia, con valores en general por debajo de las cuotas de hace unos años,
- y la crisis de credibilidad, debida a la sensación ciudadana de control e intervencionismo por parte de los gobiernos autonómicos.
A esto hay que añadir que se ha abierto la senda de la privatización de servicios básicos en esta televisión de proximidad, lo que puede generar un caldo de cultivo favorable a una gestión privada que no tiene que rendir cuentas ante las instituciones.
Y no se trataría sólo de un problema político, electoral o partidista, sino de la posibilidad de un profundo deterioro del pluralismo social de esos medios, de que no se prestase oídos a la voz de las minorías y colectivos más desfavorecidos.
Estaríamos ante la desnaturalización de esa televisión regional, que precisamente tiene en la cercanía y en el reflejo fiel de la realidad social su verdadera seña de identidad. Han nacido para acercar a la ciudadanía la actualidad de su entorno y alimentar un sentimiento de pertenencia, siempre desde la defensa de los valores cívicos en los que se fundamenta nuestra convivencia.
Es cierto que la gestión mediática en el espacio autonómico no ha sido siempre ejemplar y hemos asistido a crisis tan graves como las vividas en Telemadrid, con despidos masivos, o en Canal 9, que condujo a su traumática desaparición.
Para ahuyentar suspicacias y reafirmar su compromiso social, algunas, como la RTVA, disponen de una hoja de ruta en forma de contrato programa que permite a la ciudadanía, a través del Parlamento, fiscalizar sus actuaciones.
Lo que está claro es que estas televisiones son un servicio público insustituible, son el espejo y el altavoz de la realidad cultural y lingüística de cada comunidad y funcionan como un elemento de vertebración social de primer nivel, sobre todo en regiones tan complejas y territorialmente extensas como Andalucía.
Debemos afrontar el reto colectivo de hacer viables estas televisiones, sencillamente porque son necesarias, también como motor de la industria audiovisual y la innovación, como mecenas de los nuevos creadores y la producción independiente.
Hay que precisar que la apertura de una vía para privatizar medios públicos llega acompañada de la promesa reiterada de una estimulante y potente Ley del Mecenazgo, sin embargo, esa promesa no se ha visto cumplida ni parece previsible en el corto plazo, panorama que colocaría a la industria audiovisual aun más al límite de lo que ya se encuentra en estos momentos.
Algunos medios han analizado, desde una visión diametralmente opuesta a la que he planteado, la oportunidad de negocio que supone la posibilidad de privatizar los medios públicos autonómicos. Hay sectores que priorizan legítimamente la rentabilidad económica sobre la rentabilidad social de las televisiones regionales que forman parte de la cadena de la televisión de proximidad.
Las televisiones locales tampoco escapan a los efectos nocivos de la crisis. Su precariedad financiera les ha llevado a buscar recursos en espacios publicitarios de televenta o en programas de esoterismo que bordean la ilegalidad y que, hoy por hoy, reflejan la incapacidad de muchas de estas emisoras para afrontar el compromiso de servicio público de calidad que tienen contraído.
Debemos reconocer que tampoco estas televisiones locales públicas están en la mejor situación para dar voz a los vecinos y vecinas de los pueblos y ciudades de España, contribuyendo así a fortalecer nuestro sistema democrático desde su raíz.
Si trasladamos el foco al ámbito privado, nos encontramos en nuestro país un claro duopolio televisivo, dos grandes centros de gravedad alrededor de los que orbitan cuerpos mediáticos de distinto tamaño.
Mediaset y AtresMedia acumulaban hasta hace unos días 8 canales cada uno, lo que supone prácticamente el 90% de la inversión publicitaria.
Se cumple el mandato legal de que tiene que haber un mínimo de 3 canales de ámbito nacional, y el de que ninguno supere en el momento de su fusión el 27% del share, pero esas precauciones no evitan que, en la práctica, se vean afectados el pluralismo o la propia competencia de mercado.
Esa situación de duopolio consolidado, combinada con la ausencia de un regulador independiente a nivel nacional, está contribuyendo a una relajación del comportamiento de las radiotelevisiones privadas en campos como la publicidad o la protección de los menores, y se ha producido una innegable involución en el fomento de la igualdad de género.
De todo lo expuesto, algunos reputados analistas del sector deducen que se está erosionando gravemente el espacio público democrático que tan trabajosamente habíamos construido. Una erosión que se produce en contra del espíritu y la letra de los convenios internacionales que hemos firmado y de nuestra propia Constitución.
Creo que tenemos que reflexionar sobre la posibilidad de que se esté aprovechando la crisis para intentar desmantelar el sector público de la comunicación y la cultura, al que, paradójicamente, el discurso europeo oficial califica como “palanca esencial para salir de la recesión”.
La amenaza se cierne sobre todo sobre los países como España, Italia, Portugal, Grecia…, y corremos el riesgo de que se ahonden aún más las diferencias entre las ‘dos Europas’ en términos de identidad y calidad democráticas.
Pero ese calculado menosprecio de lo público no es lo único ante lo que debemos permanecer alertas: la banalización y la espectacularización de la información es, en mi opinión, la principal amenaza del periodismo. La información es un derecho, no un espectáculo.
La frecuente vulneración del derecho a la presunción de inocencia, el aumento de los juicios paralelos o la violación del derecho al honor y la intimidad de los menores son demasiado frecuentes en nuestros medios.
Todos ellos son fenómenos que hay que enmarcar dentro de una inquietante tendencia a convertir la información en espectáculo y que, hoy por hoy, resultan habituales en los platós de televisión a pesar de que pueden acarrear graves consecuencias para las personas afectadas.
La transparencia de los procesos judiciales es un elemento básico del sistema democrático, pero no pueden ignorarse, o incluso atropellarse, otros derechos fundamentales de los ciudadanos y ciudadanas de este país.
El caso de Dolores Vázquez es el ejemplo por excelencia del daño que puede hacer un juicio paralelo. Después de años de informaciones que la daban por culpable y escudriñaban sin pudor en su vida privada, fue condenada por un jurado popular y, posteriormente, absuelta de todos los delitos.
También está Diego Pastrana esperando que alguien le pida perdón. Públicamente acusado de abusar y matar a la hija de su pareja, ni siquiera se esperó a que la autopsia determinara que la muerte de la pequeña fue accidental.
Y también es oportuno traer aquí a colación un reportaje emitido por Informe Semanal, un programa que ha sido una referencia por su rigor informativo, y que una semana después de la muerte de la pequeña Asunta no dudaba en la culpabilidad de sus progenitores.
Casi desde el primer momento, se ha dado por hecha la culpabilidad de los padres de Asunta en pleno secreto de sumario, sin respetar la presunción de inocencia, con independencia de que los tribunales los declaren o no culpables una vez se celebre el juicio
El periodismo de tribunales tiene que conocer las fronteras de su oficio y, además, requiere especialización para asegurar una indispensable precisión informativa. Los errores pueden causar daños irreparables a la imagen de las personas implicadas.
Las televisiones y radios no deben incentivar juicios paralelos usurpando la función de los tribunales, la justicia no emana de los medios. Éstos tienen la obligación de salvaguardar los derechos de todo ciudadano inmerso en un proceso judicial, máxime si se trata de colectivos vulnerables como los menores, las personas con discapacidad o las víctimas de violencia de género. Por su parte, los profesionales de la Administración de Justicia han de asumir con normalidad la publicidad y crítica de las actuaciones judiciales.
Otra cuestión, tan delicada o más que la que acabo de exponer, es el tratamiento informativo de la violencia de género. Un claro exponente de malas prácticas, ausencia de ética y de pudor informativo en este ámbito, fue el tratamiento televisivo dado al asesinato de una menor que conmocionó a la opinión pública en la localidad de El Salobral en Albacete. La mayor parte de las televisiones se convirtieron en portavoces de la familia del asesino y de sus interpretaciones sobre lo sucedido.
¿Cómo podemos hablar de un sistema democrático solvente en una sociedad cuyos medios no fomentan la igualdad y en la que se merman sistemáticamente los derechos de más de la mitad de su población?
Hasta el momento, se ha confiado fundamentalmente en la ética de los propios medios como barrera para evitar la transmisión de mensajes sexistas. Sin embargo, los resultados de esa confianza dejan bastante que desear.
Además de los informativos, la ficción y la publicidad, hay determinados espacios de entretenimiento, de la llamada telerrealidad o de canales destinados a una audiencia juvenil, que están difundiendo estereotipos de género en horario de protección infantil. Resultan especialmente preocupantes, porque son espacios que llenan muchísimas horas de programación debido al bajo coste de su producción.
Es crucial el rol que desempeñan los medios en la consecución de la igualdad de género y la promoción del papel de las mujeres en la sociedad. Pese a ello, siguen elaborando un discurso que refleja un mundo profundamente desigual, donde a menudo se recurre a los estereotipos negativos asociados a la mujer y, en muchos casos, se mantienen tabúes, prejuicios y actitudes machistas, sobre todo en publicidad.
Sólo tienen que comprobar en estas campañas publicitarias la forma tan diferente de utilizar la imagen de la mujer y del hombre para vender un producto. En este primer caso para publicitar una misma camisa, o en este segundo para vender vehículos de ocasión, en ambos siempre con el cuerpo de la mujer como reclamo.
Los medios no están ofreciendo suficiente margen para promover la participación de las mujeres en la sociedad, ni facilitan su incorporación al debate público y a la toma de decisiones.
Se hace indispensable abordar la comunicación desde la perspectiva de género, de forma que el futuro o futura profesional disponga de estrategias y herramientas para el ejercicio de un periodismo sin sexismo.
En este sentido, el Consejo Audiovisual organiza los próximos días 22 y 23 de mayo en Sevilla las jornadas Medios e igualdad, una alianza necesaria, en las que intentaremos identificar las barreras que dificultan la consecución de la igualdad y las estrategias y acciones que pueden servir para superar esas barreras.
Iniciativas de esta naturaleza son indispensables porque no avanzamos lo suficiente. De hecho, el último estudio realizado desde la Delegación del Gobierno para la Violencia de Género sobre jóvenes y adolescentes no ha mejorado mucho los resultados de 2010.
Cada vez más adolescentes sufren y ejercen violencia machista. En 2013, aumentó en un 5% el número de menores maltratadores que fueron juzgados, según los datos del Observatorio contra la Violencia de Género del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ). Hubo 151 menores enjuiciados.
El número de mujeres asesinadas sigue creciendo, sin embargo cada vez hay menos noticias sobre violencia de género en los informativos, están cada vez más relegadas y, además, duran menos. Son un 22% más breve que otras informaciones.
Otros informes evidencian la ausencia de avances en la representación de las mujeres en las noticias en general: protagonizan en torno a una cuarta parte de las voces emitidas. Además, sus intervenciones son más cortas.
Y año tras año, se mantiene el encasillamiento de las voces femeninas en roles tradicionalmente asignados a las mujeres (educadoras y cuidadoras), mientras que las noticias sobre ciencia, tecnología o deportes son explicadas y protagonizadas por hombres.
Ante la persistencia de esta desigualdad, desde los órganos reguladores se ha invitado reiteradamente a los medios a corregir hábitos informativos muy negativos: como la acusada tendencia a acudir a hombres para analizar y juzgar en calidad de personas expertas la actualidad informativa, o el de no identificar a las mujeres entrevistadas.
Y es que el 21% de las mujeres que salen en los informativos no son identificadas, algo que solo ocurre con el 10% de los hombres. Esta práctica, evitable, resta visibilidad y protagonismo a la mujer como fuente fiable de información.
El balance general es francamente mejorable. Con la perspectiva que da el tiempo-la Ley General es de 2010 y algunos importantes códigos éticos son aún más antiguos-, podemos afirmar que la autorregulación ha fracasado en España.
Nuestro país carece de tradición autorreguladora y el incumplimiento de las normas, de los acuerdos y de la ética profesional en los medios tiene, a menudo, coste cero.
Hemos hecho recaer toda la responsabilidad del cumplimiento y obligaciones en los propios medios audiovisuales, dejando a la ciudadanía el único recurso de la vía judicial para la resolución de los casos en los que se han vulnerado sus derechos.
Nadie puede negar que el papel de los medios resulta trascendental para reflejar cabalmente la diversidad social y política. No obstante, ni los profesionales, ni los operadores, ni el sector publicitario han asumido las recomendaciones, pautas e informes encaminados a desterrar malas prácticas o incumplimientos flagrantes de la ley.
Los efectos negativos de esta indolencia interesada son cada vez más evidentes en el sector audiovisual, por lo que urge tomar decisiones que atajen esos excesos de forma que dejen de resultar rentables para quienes los propician.
La Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia (CNMC) ha anunciado que endurecerá su postura con respecto a algunas de esas malas prácticas y ha advertido de que impondrá todas las sanciones que considere necesarias para corregirlas. Lo mismo se hará desde la Autoridad Andaluza.
El propio Comité de Autorregulación de las televisiones reconoce en su último informe que sólo aceptó 6 reclamaciones de las 67 examinadas, y 100 ni siquiera fueron analizadas, lo que, como comprenderán, justifica recurrir a medidas de mayor contundencia desde la Administración.
Un 90% de la ciudadanía andaluza respalda de forma abrumadora una regulación a través de órganos especializados e independientes que tengan capacidad sancionadora.
Pero, al margen de las medidas coactivas, de las sanciones o las multas, difícilmente erradicaremos las malas prácticas y las vulneraciones de la ley de nuestras televisiones y emisoras de radio sin la complicidad activa de la propia ciudadanía.
Es importante que todos seamos conscientes de los derechos que tenemos en el campo audiovisual y tomemos la iniciativa para reivindicarlos cuando no se respeten, para eso el Consejo ha creado la Oficina de Defensa de la Audiencia.
Esta oficina da respuesta a las quejas de la ciudadanía sobre los contenidos de la programación y la publicidad que se emiten en las radios y televisiones. El Consejo actúa ante aquellas reclamaciones que puedan suponer un incumplimiento de la Ley audiovisual vigente o de las normas deontológicas.
No basta con ser consumidores de productos audiovisuales, debemos apostar a fondo por el concepto de ciudadanos y ciudadanas en su más noble y rica dimensión.
Los operadores públicos están obligados a garantizar el acceso a las organizaciones e instituciones representativas de la diversidad política, social y cultural del territorio, siempre en base a criterios no discriminatorios y salvaguardando el derecho de acceso de grupos minoritarios.
El disfrute de las libertades comunicativas no debe depender de la posesión de los medios materiales y económicos, que sólo están al alcance de unos pocos. El derecho de acceso “gratuito” al servicio público de radiotelevisión debe estar garantizado por la Administración.
En esta tarea de explotar las actuales vías de participación sin dejar de buscar otras nuevas, en los últimos tiempos ha irrumpido sobre el escenario mediático un agente que ha cobrado pronto un notable protagonismo. Me refiero a las redes sociales y lo que se conoce como la televisión social.
Estas redes son un instrumento cada vez más valioso en el ámbito del pluralismo en general. Abren un espacio cómodo, inmediato e intertextual a una audiencia dinámica que nada tiene que ver con el tradicional espectador pasivo.
Los comentarios de los espectadores en tiempo real empiezan a ser parte de los contenidos en directo de los programas, en especial de retransmisiones deportivas, películas, series nacionales, talent shows y realitys.
Las cadenas de televisión ya no luchan sólo por la cuota de pantalla, sino que, además, pelean por encabezar el share social, que se ha convertido en un elemento que refleja la intensidad del vínculo de la audiencia con un programa.
Se estima que un tercio de todos los comentarios en Twitter realizados en España durante el prime time se refieren a programas de televisión, y casi 4 millones de usuarios únicos de Twitter han comentado algún programa de televisión durante el último año, según datos de Tuitele.
Los social media son sin duda un filón democrático en el que habrá que profundizar, pues su potencial es enorme y va mucho más allá del mero entretenimiento, postulándose como una fórmula efectiva para que, en un futuro próximo, todos tomemos parte de una forma directa en la esfera pública.
Ahora bien, conviene hacer la salvedad de que las redes sociales no sustituyen tal cual al periodismo de calidad, ni siquiera son un sucedáneo, no debemos confundir cauces de expresión y sociabilización, con un medio de comunicación propiamente dicho.
Las redes conducen un volumen colosal de datos gracias al denominado periodismo ciudadano, pero si esos datos no son seleccionados, contrastados, jerarquizados, contextualizados… como noticias, reportajes o artículos, solo tendremos un aluvión de información sin tamizar, un alud de imágenes y palabras que más pronto que tarde nos confundirá, nos desbordará y terminará por colapsarnos como receptor.
Para hacernos una pequeña idea del poder que esta herramienta pone en manos de la ciudadanía vamos a traer a colación un caso concreto ocurrido a finales de 2011, cuando por primera vez un programa de una televisión privada perdió todos sus anunciantes por una campaña de protesta nacida en las redes sociales.
La polémica envolvió entonces al espacio La Noria, conducido por Jordi González, tras emitir, previo pago, una entrevista a la madre de uno de los menores implicados en el caso del asesinato de la joven sevillana Marta del Castillo.
La campaña desatada entonces en las redes sociales consiguió que la productora de La Noria se viera, primero, obligada a emitir el programa sin anuncios y, después, a retirarlo definitivamente de la parrilla. Esta campaña, llamada “No más crimen pagado en TV”, se dio a conocer a través del blog de Pablo Herreros, que fue quien la desató.
Ante la situación descrita, ¿qué se puede hacer para corregir las malas prácticas en los medios de comunicación? En primer lugar, es necesario revisar la regulación para que conceptos jurídicamente indeterminados como sexismo, estereotipos, dignidad de la mujer, violencia gratuita o pluralismo político queden mejor delimitados. Esta falta de concreción impide en muchas ocasiones una actuación contundente de los órganos reguladores, sobre todo en publicidad.
Somos conscientes de que el desarrollo legislativo del principio de pluralismo político en nuestro país ha sido insuficiente, y no nos podemos extrañar de algunas consecuencias de esta indefinición, como las que ya hemos mencionado.
Considero imprescindible dotarse de una herramienta legal para restringir la presión de los gobiernos nacionales, autonómicos o locales sobre las televisiones públicas, garantizando su independencia.
En segundo lugar, la corregulación puede ser el camino para conseguir que los medios de comunicación asuman claros compromisos en defensa de valores genuinamente democráticos, compromisos que una vez suscritos sean de obligado cumplimiento, y de no cumplirse, resulten exigibles por parte de la autoridad reguladora.
Asimismo, es necesaria la revisión del Código de Autorregulación de Contenidos Televisivos e Infancia aprobado en el año 2004. Hay que actualizar los criterios orientadores por los que se califican los contenidos en función de las edades a las que están dirigidos.
En cualquier caso, somos conscientes de que los ajustes propuestos no tendrán la eficacia deseada si no hacemos también un trabajo a medio y largo plazo en educación en medios o alfabetización mediática.
Las malas prácticas existen desde que se difunde información. A la larga, para atajar esos abusos no nos quedará otra opción que volcar nuestros esfuerzos en este campo.
Recibimos diariamente un volumen ingente de información. De nuestra capacidad para discriminarla va a depender en buena medida el adecuado funcionamiento del espacio comunicativo común.
La idea matriz de la alfabetización mediática es convertir a los medios en instrumentos de formación, y no sólo de consumo de marcas, ya sean comerciales o políticas.
Es una estrategia de inclusión democrática, ya que promueve una dimensión activa y participativa de la ciudadanía, dando a ésta las herramientas para potenciar su influencia sobre la vida pública desde una actitud crítica.
Si nuestros menores no reciben educación en medios difícilmente la sociedad del mañana alcanzará los objetivos que nos hemos marcado en éste y otros frentes.
Sin una gran masa crítica, sin una ciudadanía cualificada y responsable, siempre será difícil poner puertas al campo mediático.
Más ahora que a ese campo hay unir esa gran jungla que se ha metido en nuestras casas a través de Internet.
Los menores, por ejemplo, están ahora expuestos a contenidos que no son adecuados gracias o ‘por culpa’ de las nuevas tecnologías, que se los sirven a través de sus teléfonos móviles, su tableta o su ordenador. Tanto en España como en Europa, “existen lagunas” en esta “televisión convergente” en materia legislativa y administrativa.
En las sociedades contemporáneas, los medios de comunicación de masas son agentes fundamentales para asegurar el derecho a la información, proveer de alternativas de entretenimiento, así como para la transmisión de mensajes, valores y modelos sobre los que se apoya gran parte de nuestra visión de la realidad.
La comunión de esos medios con Internet y las redes sociales nos obligan a ampliar el foco, a ser ambiciosos y positivos, nos invita a explotar las posibilidades de este maridaje, eso sí, protegiendo en todo momento los derechos de la ciudadanía.
Los modelos de políticas de comunicación están en crisis por los cambios digitales, pero también y sobre todo por los cambios sociales. Tenemos que pensar que hace falta reflexionar, no por la crisis, sino gracias a la crisis, sobre el modelo audiovisual del futuro.
Serán bienvenidos nuevos contenidos nacidos de la implicación de la sociedad civil y sus asociaciones a través de las herramientas de consulta y empoderamiento que nos permiten las redes digitales.
El desafío de los próximos años no es lograr que las cosas vuelvan a ser como antes, el verdadero desafío consiste en consensuar un nuevo escenario comunicativo para la Era Digital.
A la hora de afrontar ese futuro, hay un escollo que debemos sortear. La tecnología ha hecho que las visiones de George Orwell en su célebre obra ‘1984’ se conviertan en una inquietante realidad sumergida.
El gran hermano no solo gasta ya la ruda mirada de los regímenes totalitarios, sino que son también los paladines de la democracia los que recurren a sus servicios, cada vez más sofisticados.
Los apocalípticos se han desintegrado en una diáspora que proclama el miedo por el mundo y alimenta el crecimiento de sociedades que se sienten vigiladas, sociedades que aprenden a autocensurarse por si acaso.
Ese es sin duda uno de los peligros que nos acechan, pero hay otros que considero aún más graves y que no fueron previstos por Orwell, sino por un colega suyo, Aldous Huxley.
Hay muchos que se extrañan de que en nuestro país, pese a las penurias y conflictos que hemos atravesado estos últimos años, se haya mantenido una cierta paz social, sin que la mecha del descontento haya acabado en incendio forestal. Pues bien, la respuesta podría estar en los textos del autor de ‘Un mundo feliz’.
Si Orwell temía que se censuraran los libros, Huxley temía que no fuera necesario porque, sencillamente, nadie leyera libros. Temía que todo el mundo se dedicara a ver cosas como, permítanme la licencia, Gran Hermano.
Orwell temía que alguien nos escamoteara la información, Huxley que nos dieran tanta que nos viéramos reducidos a la pasividad y el egoísmo.
Orwell temía que la verdad se nos ocultara, Huxley que esa verdad fuera ahogada en un mar de irrelevancia y nimiedad.
Orwell temía una cultura cautiva y dirigida, Huxley una cultura trivial y radicalmente hedonista.
El control por el dolor, el control por el placer. Noqueados por lo que detestamos o por lo que amamos. Ustedes mismos pueden juzgar de qué nos debemos proteger con mayor celo.
El propio Huxley remarcó en sus escritos que “los libertarios civiles y los racionalistas que siempre están en alerta contra la tiranía han olvidado tener en cuenta el infinito apetito de distracción del hombre”.
La construcción de una sociedad democrática y del conocimiento requiere el compromiso de todos y todas, ni podemos ni debemos dejar la tarea en manos de otros. Espero, estimado y paciente lector, al menos haberle distraído.