Un amigo y colega me confesaba hace pocos días sus temores de que, en el medio plazo, España consolidara el dualismo de una “tele de ricos” y una “tele de pobres”. Siguiendo el modelo americano, la primera sería una televisión de calidad, sin pantalla dividida ni ráfagas de autopromoción que impidieran lo que, hasta no hace tanto, era en nuestro país una “pantalla limpia”. Cara, sí, pero rigurosa en el tratamiento de los temas, capaz de entretener, formar e informar sin necesidad de suscitar prevenciones y dudas en el espectador. La segunda, la “tele de pobres”, universal, gratuita y pretendidamente democrática, adolecería de un perfil bajo. El run-run de magacines lacrimógenos, brujas, tés chinos, calamidades varias, series y películas de clase B, concursantes y personajillos sería vida cotidiana en los hogares más humildes.
Subyace a esta profecía -¿profecía?- una renuncia al bien común: la televisión como uno más de los servicios públicos del estado del bienestar. Los últimos datos del Barómetro editado anualmente por el Consejo Audiovisual de Andalucía destilan pesimismo colectivo y el descreimiento de la población respecto a la función social de la comunicación, lo que resulta especialmente preocupante en cuanto a la información televisiva. Aunque siete de cada diez personas entrevistadas declaran que los informativos son los programas de televisión más vistos, y éste sigue siendo el medio más utilizado para conocer las noticias de actualidad, su peso relativo ha decrecido 17 puntos en cuatro años. En 2008, la elegían tres de cada cuatro; hoy lo hacen sólo dos. En 2012, informarse ha sido la motivación principal para ver la televisión para el treinta por ciento de los andaluces; entretenerse, “desconectar” o “acompañar”, para el sesenta. Asistimos al efecto de la tele como refugio.
En la dirección opuesta, internet gana posiciones como medio informativo dominante para una de cada tres respuestas –ni siquiera alcanzaba una de cada diez en 2007-, sobre todo entre jóvenes y perfiles de mayor formación académica, que reducen diez puntos su interés por la información en formato catódico y suman a sus activos críticos la potencialidad informativa de las redes sociales. Un mecanismo de búsqueda y participación para cuatro de cada diez usuarios, que abre un espacio cómodo, inmediato, intertextual y abierto a segmentos dinámicos y despegados definitivamente del viejo acomodo del espectador pasivo.
Otros indicadores del Barómetro nos ponen sobre la pista de una creciente negación de valores clásicos que, legal y deontológicamente, están en la base de la función informativa de los medios. Por primera vez, la objetividad de las televisiones –a salvo de las dudas teóricas que suscite el concepto- queda calificada por debajo del aprobado, con un 4,1. Hace un trienio, la nota era de 5.9. Para el 53 por ciento de la población, las televisiones no son plurales políticamente. El plus que se atribuye a las públicas podría explicar que más de la mitad de la población andaluza se muestre contraria a la privatización de informativos en estos prestadores, anticipando, tal vez, temidas amenazas de manipulación.
A poco que se comparta una mínima inquietud por los contenidos informativos de la televisión en España, el telespectador advertirá, por ejemplo, un crecimiento de los programas de opinión, que en algunos prestadores han sustituido literalmente a los informativos. Debates “especializados en temas generales”, opinadores de toda laya aptos para un roto y un descosido, ocupan formatos plegables a las líneas editoriales de los prestadores y, sobre todo, más baratos. La producción propia de informativos exige una dotación de recursos muy superior, el respeto a los criterios de rigor, objetividad, veracidad y un cierto cuidado a la hora de aparentar, al menos, independencia, si no imparcialidad. La externalización de los servicios informativos se hace valer por su supuesta reducción de costes, un oportunismo más en tiempos de estrecheces económicas que esconde riesgos evidentes de menoscabo profesional del periodismo, desinformación, cuando no una declarada estrategia proselitista que no parece ruborizar a nadie.
Asistimos, parece ser que también sin rubor, a ruedas de prensa sin preguntas, cuando no en “formato plasma”, que consolidan el periodismo de declaraciones como encaje de la profesión. Las cadenas abdican del periodismo de actualidad en formato reportaje: incluso en las televisiones públicas, los telenoticiarios copan la mitad del tiempo informativo. Canales de referencia como la CNN+ se dejaron languidecer… y morir. El minutaje de los telediarios más vistos se nutre de una extraña ecuación de los tres tercios: información matriz, miscelánea sociedad-sucesos, y el tándem deportes-el tiempo, exento ya para facilitar la inserción una publicidad que, para más de la mitad de la población consultada en el Barómetro, resta rigor e independencia. Publicidad y patrocinio de nuevo formato que, frisando la legalidad, están colándose también en retransmisiones deportivas y concursos de cocina de amplia audiencia en la llamada “televisión pública sin publicidad”.
A salvo de islotes cada vez más dispersos, casi supervivientes, la información se puede convertir en un verdadero artículo de lujo y alejarse de ese servicio público, de ese “bien común” que, como la educación o la sanidad, constituye un pilar más de las sociedades democráticas. El derecho a recibir una información plural, veraz, es el seguro de una sociedad sin ataduras ni vasallajes, formada y crítica, reflexiva y libre. Como las escuelas o los hospitales, el derecho a la información de calidad no puede quedar sólo en el patrimonio de quienes puedan pagarla.